Gracias Carlos Koroluk por compartirlo.
ZENIT
Texto completo de la carta del papa al
director del diario 'La Repubblica'
Publicada hoy por este importante cotidiano
italiano y traducida al idioma español
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Roma, 11 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Redacción | 5605 hitos
Apreciado doctor Scalfari:
Es con profunda cordialidad que al menos
a grandes líneas quisiera tratar de responder a la carta que, desde las páginas
de La Repubblica, se ha querido dirigir a mi el 7 de julio con una serie de
reflexiones personales, que luego ha enriquecido en las páginas del mismo
diario el 7 de agosto. Le agradezco, en primer lugar, por la atención con la
que leyó la encíclica Lumen Fidei. La cual en la intención de mi amado
predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y escribió gran parte, y la que con
gratitud, heredé, se dirige no solo a confirmar en la fe en Jesucristo a
aquellos que en aquella ya se reconocen, sino también para despertar un diálogo
sincero y riguroso con los que, como Usted, se define "un no creyente por
muchos años, interesado y fascinado por la predicación de Jesús de
Nazaret".
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no
solo para nosotros individualmente, sino también para la sociedad en la que
vivimos, detenernos para dialogar de algo tan importante como es la fe, que se
refiere a la predicación y a la figura de Jesús. Creo que hay, en particular,
dos circunstancias que hacen que este diálogo sea hoy sea un deber y algo
valioso.
Como se sabe, uno de los principales objetivos
del Concilio Vaticano II, querido por el papa Juan XXIII y por el ministerio de
los papas, es la sensibilidad y contribución que cada uno desde entonces hasta
ahora ha dado según el patrón establecido por el Concilio. La primera de las
circunstancias --como se recuerda en las páginas iniciales de la Encíclica--
deriva del hecho que a lo largo de los siglos de la modernidad , se produjo una
paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e incidencia sobre la vida del hombre
desde el principio han sido expresados precisamente a través del símbolo de la
luz, a menudo ha sido calificada como la oscuridad de la superstición que se
opone a la luz de la razón. Así entre la Iglesia y la cultura de inspiración
cristiana, por una parte, y la cultura moderna de carácter iluminista, por la
otra, se ha llegado a la incomunicación. Ahora ha llegado el momento, y el
Vaticano II ha inaugurado justamente la estación, de un diálogo abierto y sin
prejuicios que vuelva a abrir las puertas para un serio y fructífero encuentro.
La segunda circunstancia, para quien busca ser
fiel al don de seguir a Jesús en la luz de la fe, viene del hecho de que este
diálogo no es un accesorio secundario de la existencia del creyente: es en
cambio una expresión íntima e indispensable. Permítame citarle una afirmación
en mi opinión muy importante de la Encíclica: visto que la verdad testitimoniada
por la fe es aquella del amor –subraya-- «está claro que la fe no es
intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El
creyente no es arrogante; por el contrario, la verdad lo hace humilde,
consciente de que, más que poseerla nosotros, es ella la que nos abraza y nos
posee. Lejos de ponernos rígidos, la seguridad de la fe nos pone en camino, y
hace posible el testimonio y el diálogo con todos» ( n. 34 ). Este es el
espíritu que anima las palabras que le escribo.
La fe, para mí, nace de un encuentro con
Jesús. Un encuentro personal, que ha tocado mi corazón y ha dado una dirección
y un nuevo sentido a mi existencia. Pero al mismo tiempo es un encuentro que
fue posible gracias a la comunidad de fe en la que viví y gracias a la cual
encontré el acceso a la sabiduría de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que
como agua brota de Jesús a través de los sacramentos, de la fraternidad con
todos y del servicio a los pobres, imagen verdadera del Señor.
Sin la Iglesia –créame--, no habría sido capaz
de encontrar a Jesús , mismo siendo consciente de que el inmenso don que es la
fe se conserva en las frágiles odres de barro de nuestra humanidad. Y es aquí
precisamente, a partir de esta experiencia personal de fe vivida en la Iglesia,
que me siento cómodo al escuchar sus preguntas y en buscar, junto con Usted, el
camino a través del cual podamos, quizás, comenzar a hacer una parte del camino
juntos.
Perdóneme si no sigo paso a paso los
argumentos propuestos por usted en el editorial del 7 de julio. A mí me parece
más fructífero --o por lo menos es más agradable para mí-- ir de una
determinada manera al corazón de sus consideraciones. No entro ni siquiera en
el modo de exposición seguida por la Encíclica, en la que Usted advierte la
falta de una sección dedicada específicamente a la experiencia histórica de
Jesús de Nazaret.
Observo únicamente, para empezar, que un
análisis de este tipo no es secundario. Se trata de hecho, siguiendo después la
lógica que guía el desarrollo de la encíclica, de centrar la atención sobre el
significado de lo que Jesús dijo e hizo, y así, en última instancia, de lo que
Jesús fue y es para nosotros. Las cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a los
que se hace especial referencia en la Encíclica, se construyen, de hecho, en el
sólido fundamento del ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret, que llegan a su
auge resolutivo en la pascua de muerte y resurrección. Así es que, es necesario
confrontarse con Jesús, diría yo, en la realidad y la rudeza de su historia,
así como se nos relata sobre todo en el Evangelio más antiguo, el de Marcos.
Observamos entonces que el «escándalo» que la
palabra y la práctica de Jesús causan alrededor de él, derivan de su
extraordinaria «autoridad»: una palabra, esta, atestiguada desde el Evangelio
de Marcos, pero que no es fácil reportar bien en italiano. La palabra griega es
«exousia», que literalmente se refiere a lo que «viene del ser», de lo que es.
No se trata de algo externo o forzado, sino de algo que emana de su interior y
que se impone por sí mismo. Jesús realmente golpea, confunde, innova --como él
mismo dice-- a partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà, lo
que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene
autoridad», cura, llama a sus discípulos a seguirle, perdona... cosas todas que
en el Antiguo Testamento, son de Dios y solo de Dios. La pregunta que más
retorna en el Evangelio de Marcos es: «¿Quién es este que ...?» , y que tiene
que ver con la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad
diferente a la del mundo, una autoridad que no tiene la intención de ejercer el
poder sobre los demás, sino para servir , para darles la libertad y la plenitud
de la vida. Y esto al punto de jugarse la propia vida, hasta experimentar la
incomprensión, la traición, el rechazo; hasta ser condenado a muerte, hasta
caer en el estado de abandono sobre la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el
final. Y es precisamente entonces --como exclama el centurión romano al pie de
la cruz, en el Evangelio de Marcos--, cuando Jesús se muestra, paradójicamente,
¡como el Hijo de Dios! Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su
ser, que el hombre, cada hombre, se descubra y viva también él como su verdadero
hijo. Esto, para la fe cristiana, está certificado por el hecho de que Jesús ha
resucitado: no para demostrar el triunfo sobre aquellos que lo han rechazado,
sino para dar fe de que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, que el
perdón de Dios es más fuerte que todo pecado , y que vale la pena emplear la
propia vida, hasta el final, para dar testimonio de este gran regalo.
La fe cristiana cree que esto: que Jesús es el
Hijo de Dios que vino a dar su vida para abrir a todos el camino del amor. Por
lo tanto tiene razón, querido doctor Scalfari , cuando ve en la encarnación del
Hijo de Dios la piedra angular de la fe cristiana. Tertuliano escribía: «caro
cardo salutis», la carne (de Cristo) es la base de la salvación. Porque la
encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra
carne y haya compartido alegrías y tristezas, triunfos y derrotas de nuestra
existencia, hasta el grito de la cruz, experimentando todo en el amor y en la
fidelidad al Abbà, testimonia el increíble amor que Dios tiene respecto a cada
hombre, el valor inestimable que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo
tanto, está llamado a hacer suya la mirada y la elección del amor de Jesús,
para entrar en su manera de ser, de pensar y de actuar. Esta es la fe, con
todas las expresiones que se describen puntualmente en la Encíclica.
Siempre en el editorial del 7 de julio, Usted
me pregunta también cómo entender la originalidad de la fe cristiana, ya que
esta se basa precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, en comparación
con otras creencias que giran en trono a la absoluta trascendencia de Dios. La
originalidad, diría yo, radica en el hecho de que la fe nos hace partícipes, en
Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbà y, de este modo, en la
la relación que Él tiene con todos los demás hombres, incluidos los enemigos,
en signo del amor.
En otras palabras, la filiación de Jesús, como
ella se presenta a la fe cristiana, no se reveló para marcar una separación
insuperable entre Jesús y todos los demás: sino para decirnos que , en Él,
todos estamos llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros.
La singularidad de Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión. Por
cierto, de aquello se deduce también --y no es poca cosa--, aquella distinción
entre la esfera religiosa y la esfera política, que está consagrado en el «dar
a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», afirmada claramente
por Jesús y en la que, con gran trabajo, se ha construido la historia de
Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a
diseminar la levadura y la sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la
misericordia de Dios que llega a todos los hombres, apuntando a la meta
ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil
y política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia y en
la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para
los que viven la fe cristiana, eso no significa escapar del mundo o de la
investigación de cualquier hegemonía , pero al servicio de la humanidad, a todo
el hombre y a todos los hombres, a partir de la periferia de la historia y
suscitando el sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien a pesar de
todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su
primer artículo, qué debemos decirle a nuestros hermanos judíos sobre la
promesa hecha a ellos por Dios: ¿acaso quedó en el vacío? Es esta –créame-- una
pregunta que nos desafía radicalmente, como cristianos, ya que con la ayuda de
Dios, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto que el
pueblo judío sigue siendo para nosotros, la raíz santa de la que germinó Jesús.
También yo, en la amistad que he cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros
hermanos judíos, en Argentina, muchas veces me cuestioné ante Dios en la
oración, sobre todo cuando la mente se iba al recuerdo de la terrible
experiencia de la Shoah. Lo que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que
nunca ha fallado la fidelidad de Dios a su alianza con Israel y que, a través
de las pruebas terribles de estos siglos, los judíos han conservado su fe en
Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo suficientemente agradecidos como
Iglesia, sino también como humanidad. Ellos justamente perseverando en la fe en
el Dios de la alianza los invitan a todos, también a nosotros cristianos, al
estar siempre a la espera, como los peregrinos, del regreso del Señor y que por
lo tanto, siempre debemos estar abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya
hemos alcanzado.
Llego así a las tres preguntas que me pone en
el artículo del 7 de agosto. Me parece que, en los dos primeros, lo que le su
corazón quiere es entender la actitud de la Iglesia hacia los que no comparten
la fe de Jesús.
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los
cristianos perdona a los que no creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que
--y es la clave-- la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a
Él con un corazón sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios
es la de obedecer a su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen
fe, existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa
de hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión
se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el
pensamiento según el cual no existe ningún absoluto, y por lo tanto ninguna
verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas y subjetivas, se
trate de un error o de un pecado. Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera
para quien cree, de una verdad «absoluta», en el sentido de que absoluto es
aquello que está desatado, es decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la
verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en Cristo
Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de
nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su historia
y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no quiere decir que la
verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí significa que se nos da
siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo dijo acaso el mismo
Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En otras palabras, la verdad es
en definitiva todo un uno con el amor, requiere la humildad y la apertura para
ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto, hay que entender bien las
condiciones y, quizás, para salir de los confines de una contraposición...
absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto es hoy una necesidad
imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y constructivo que deseaba desde
el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la
desaparición del hombre sobre la tierra, desaparecerá también el pensamiento
capaz de pensar en Dios. Es verdad, la grandeza del hombre está en ser capaz de
pensar en Dios. Y por lo tanto, en el poder vivir una relación consciente y
responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios
--este es mi pensamiento y esta es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo
comparten!--, no es una idea, aunque sea un alto fruto del resultado del
pensamiento del hombre. Dios es una realidad con la «R» mayúscula. Jesús lo
revela --y tiene una relación viva con Él--, como un Padre de infinita bondad y
misericordia. Dios no depende, por lo tanto, de nuestra forma de pensar. Y de
otro lado, mismo cuanto terminará la vida del hombre sobre la tierra – y para
la fe cristiana de todos modos, este mundo así como lo conocemos está destinado
a tener un fin-- el hombre no acabará de existir, y en una manera que nosotros
no sabemos, tampoco el universo que fue creado con él. La Escritura habla de
«cielos nuevos y tierra nueva» y afirma que, al final, en el dónde y en el
cuándo, que está más allá de nosotros, pero hacia el cual, en la fe tendemos
con deseo y espera, Dios será «todo en todos».
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis
reflexiones, suscitadas por lo que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas
como una respuesta tentativa y provisional, pero sincera y confiada, con la
invitación que le hice de andar una parte del camino juntos. La Iglesia,
créame, a pesar de todos los retrasos, infidelidades, errores y pecados que
haya cometido y todavía pueda cometer en los que la componen, no tiene otro
sentido ni propósito que no sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que fue
enviado por el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4,
18-19).
Con fraternal cercanía,
Francesco
Traducido del original italiano por José
Antonio Varela V.
(11 de septiembre de 2013) © Innovative Media
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