LOS PELIGROS DE LA ORACIÓN
PATRICIA PAZ, ppaz1954@gmail.com
BUENOS AIRES (ARGENTINA).
Me
llegó un correo electrónico invitándome a rezar por la paz, haciéndolo
todos los días a la misma hora durante un minuto. Parece que durante la
Segunda Guerra un consejero de Churchill hizo la misma invitación a los
ingleses y pararon los bombardeos. Parece tan sencillo y cuesta tan poco
dedicar un minuto por día a dicha convocatoria que creo que vale la
pena intentarlo.
Pero,
más allá de si creemos o no en los efectos milagrosos de la oración, me
doy cuenta de que rezar es peligroso. Esto lo aprendí hace años, en la
película “Tierra de Sombras” que relata la vida de C. S. Lewis. En un
diálogo que éste mantiene con su obispo sobre si estaba rezando o no
luego de la muerte de su esposa, Lewis responde: “no puedo evitar rezar,
pero la oración no lo cambia a Dios, me cambia a mí”.
He
meditado sobre esta frase muchas veces, dándome cuenta que cualquier
oración tiene un enorme poder transformador. Por eso no dudo en el poder
de la oración, sino dónde se ejerce dicho poder. Dejando de lado el
tema de la energía, que me resulta nuevo y del cuál prácticamente no sé
nada, diría que disponernos a orar es disponernos a ser transformados.
Por eso considero que es muy peligroso.
En
el caso concreto de la invitación a orar por la paz, el poder de la
oración sobre mí sería el de hacerme consciente de todas mis acciones
contrarias a la paz. Pero no a la paz como algo abstracto, sino a lo
concreto de las pequeñas cosas cotidianas. Al estado de mi corazón con
respecto al mandamiento de amar a los enemigos, aunque también debería
mirarme con respecto a los amigos que muchas veces son las víctimas de
mi corazón no pacificado. Arrancar de mi vida todas las cizañas que me
impiden reconocer a Jesús en el otro, sobre todo en el diferente es el
desafío de orar por la paz. Y cuando oramos por los más necesitados, por
los hambrientos, por los excluidos estamos orando para ser capaces de
acciones concretas que ayuden a personas concretas a salir de su pobreza
o exclusión.
Rezar
no es, según creo yo, acudir a un Dios todopoderoso que va a intervenir
desde afuera para arreglar los desaguisados que nosotros mismos
inventamos, sino que es abrirnos a la Presencia que mora en cada uno de
nosotros y en toda la creación, con la disponibilidad para ser
transformados. Menudo peligro el de abrir nuestras puertas, el de dejar
que se desmoronen las paredes que nos construimos para protegernos de
los demás. “El Espíritu sopla donde quiere”, dice el Evangelio, y
alguien dijo: “sopla donde lo dejan”.
A
dejarlo soplar entonces, aunque se lleve con su viento nuestras
comodidades, nuestras certezas, nuestras ideologías. Aunque nos deje
desnudos frente a la vida con las únicas armas de la confianza, la
libertad y el amor. Aunque nos demos cuenta de que para que haya paz, o
para que nadie pase hambre, ni frío, ni soledad tengo que “salir de mi
tierra” y “hacerme prójimo” de los que parecen no tener ningún valor. De
aquellos que considero una amenaza, ya sea por la inseguridad de la
violencia que hoy estamos viviendo o porque con su sola presencia son
como una espada que se clava en mi corazón y me pide a gritos que haga
algo y me deja sintiéndome impotente. O me cierra aún más para no sufrir
y sigo siendo la otra cara de la moneda de la violencia.
Dios
actúa desde abajo y desde adentro, no desde arriba y desde afuera. Dios
actúa a través mío y tuyo y hasta que no aceptemos esto no nos haremos
responsables por las cosas que pasan en el mundo y que nosotros
podríamos cambiar siendo de verdad discípulos de Jesús. Todos los que
hoy tenemos “cinco panes y dos peces” tenemos la enorme responsabilidad
de multiplicar y redistribuir los bienes para que nadie se quede sin
sentarse a la mesa.
A
rezar entonces, con entusiasmo y sin parar, pero dispuestos a conseguir
aquello que pedimos con nuestras acciones concretas: “porque tuve
hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber,
estaba desnudo, enfermo, preso… ¿Cuándo Señor? Les aseguro que cuando lo
hicieron por el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. (Mt
25, 35-40). Entonces sí la paz quedará asegurada. ¡Feliz Pentecostés
para todos!
(Este texto me llegó por correo electrónico y me pareció hermoso para compartirlo con todos mis hermanos de Colores- Carlos)