Aceptar un Dios distinto
Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a
preguntar por medio de dos de sus discípulos: ¿Eres tú el que ha de venir o
tenemos que esperar a otro? (Mt 11, 2-11
Aún está Juan en primer plano.
Todavía el desierto. Pero un
desierto distinto. El profeta austero ha ido a parar con sus huesos a la
cárcel. Culpable de haber echado en cara a Herodes Antipas una verdad
desagradable. Este, un príncipe fanfarrón, llamado abusivamente rey por la
gente, como ostenta un cierto poder, cree que todo le está permitido, y se
comporta como un canalla. Pero tiene que habérselas con Juan. Que, sin echar
mano de un lenguaje diplomático, denuncia abiertamente esa vergonzosa intriga
amorosa. Y, en estos casos, es inevitable que al profeta atrevido se le sepulte
en la oscuridad de una celda.
Y hasta ahí se filtran algunas
noticias acerca del Mesías esperado, y anunciado a tiempo.
Juan está perplejo.
Es extraño. Cuando estaba en el
desierto había logrado ver con claridad.
En la prisión parece que ya no
lo comprende.
“¿Eres tú el que ha de venir o
tenemos que esperar a otro? “
Es verdad que él nunca había
tenido pretensiones. Sabía cual era su papel. No tenía intenciones de
permanecer en escena ocupando un puesto que no era el suyo. El protagonista era
otro.
“Él tiene que crecer y yo tengo
que menguar” (Jn 3,30), había dicho, convencido.
Contento con colocarse en la
última fila, con tal de ver al esperado que sube al palco y se impone a la
atención de todos.
Pensaba que nadie habría podido
quitarle al menos esta alegría: ver
"crecer" al otro.
Sin embargo, aquel otro
continuaba disminuyendo.
No quería aplausos. Más que
manifestarse abiertamente, parecía que tenía a gala esconderse. No había
concesión alguna a una popularidad fácil. Se distanciaba del poder.
Juan había hablado de “siega”,
de cosecha- Y Jesús, por el contrario, hablaba en términos de “sementera”.
Juan lo veía con el Bieldo en la
mano, con intenciones de limpiar la era, de barrer a los enemigos, de separar
con absoluta claridad a los buenos de los malos, o sea, de poner en orden clara
y definitivamente las cosas. Jesús, por el contrario, acoge a todos, participa
de comilonas con los publicanos y pecadores, deja caer que el juicio va a
quedar en suspenso hasta el fin, él no ha venido a poner en “orden” las cosas,
sino a dar una señal de partida a algo, no a separar sino a acoger.
Juan le había prestado un hacha
para talar, en la raíz, a todos los árboles malos, que no dan fruto. Y Jesús,
al contrario, inaugura el tiempo de la paciencia y del perdón.
Juan lo había descrito en
términos de fuego devorador. Y Jesús describe la propia acción en términos de
misericordia: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos
ven y los inválidos andan; lo leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los
muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia…” Y termina
con una afirmación todavía más desconcertante: “¡Y dichoso el que no se sienta
defraudado por mí!”
Es verdad, el Mesías realiza
muchas obras. Pero no son las que esperaba el precursor y, con el, mucha gente
de aquel tiempo.
Juan había acertado acerca del
tiempo y el personaje. Pero he ahí que el otro llega por un sendero imprevisto
y está recorriendo caminos que no coinciden con los fijados por la mentalidad
corriente.
Podríamos decir: el
Bautista ha acertado respecto del tiempo
pero se ha equivocado respecto del modo. Ha sabido indicar exactamente
al esperado, pero no ha dado con el
estilo justo de su acción.
En el fondo, ese debe haber sido
su martirio, más doloroso que aquél que le infligía Herodes en la fortaleza de Maqueronte.
Puede ser más fácil aceptar la
muerte. La sangre contiene al menos una luz.
Incluso el silencio y la espera
pueden ser más tolerables.
Pero un Dios que habla de una
manera distinta ha como lo habíamos esperado, que no se comporta según nuestras
“razonables” previsiones, que no escucha
nuestras sugerencias, que no se acomoda a nuestro ceremonial, es verdaderamente
insoportable.
Se plantea la duda si será Dios.
Defender la causa de un Dios que
no hace causa común con nuestras causas, que nos desmiente sistemáticamente, es
la cosa más difícil.
No es el martirio.
Es la prueba decisiva de la fe.
El presente tiempo litúrgico de
espera muy oportunamente nos pone frente a este drama: los comportamientos de
Jesús no coinciden con las imágenes puestas en circulación por su precursor,
quien, a pesar de esto, se merece el elogio de ser “el más grande nacido de
mujer”.
No es raro que Dios desmienta a
sus propios profetas; que lleve contraria a sus portavoces. Basta leer, a
propósito, la aventura “ejemplar” de Jonás. No basta acoger a Dios.
Es necesario acoger a un Dios
“distinto”.
Distinto de nuestras ideas, de
nuestros esquemas, de nuestras imágenes habituales.
Cada uno de nosotros tiene la
tentación de prestar a Dios los propios sentimientos, gustos, a veces hasta los
propios resentimientos, las propias mezquindades.
Estamos siempre dispuestos a
sugerir a Dios como debe comportarse. Tenemos la pretensión de enseñarle el…
oficio de Dios. Y, olvidamos que, en todo caso, es él el que tiene el derecho a
enseñarnos el oficio de hombre.
Debemos poner mucha atención en
no empujar a Dios hacia nuestro lado.
Más bien es él quien tiene que
tirar de nosotros hacia el suyo.
“… Mis planes no son vuestros
planes, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor” (Is 55, 8)
En una página provocadora, J.
Cardonnel acusa a los cristianos a fabricarse “un Dios a quien la peor gente se
avergonzaría de parecerse”
Y precisa su pensamiento:
“¡Jesucristo constituye el rechazo de todas nuestras maneras de representarnos
a Dios! Cuando el hombre se abandona a sí mismo, entonces se fabrica una idea
de Dios conforme a aquello que él mismo querría ser, o sea superior a los
demás… Jesucristo representa la ruptura con todas las representaciones de
Dios”.
Es necesario, por lo tanto a
aceptar a un Dios que destruye a nuestro Dios-ídolo.
Es necesario purificar continua
y cuidadosamente nuestra idea de Dios, confrontándola con la imagen auténtica,
aunque perturbadora para nuestra
mentalidad, manifestada por Cristo.
Es necesario, sobre todo evitar
poner en circulación una imagen caricaturesca, que… se nos asemeje demasiado.
Una célebre pedagoga francesa,
en un libro suyo, autobiográfico, recuerda así el tiempo de su adolescencia en
un colegio de religiosas:
“Con mucha frecuencia iba a la
capilla a desahogar mi desilusión. Rompía a llorar y pegaba con los puños en el banco gritando:
“Oh Dios, yo quiero que tú seas distinto a como te presentan”.
Cierto ateísmo no es rechazo del
Dios verdadero. Es rechazo de su caricatura.
Solamente si logramos aceptar un
Dios “distinto” que nos lleva la
contraria, que nos desenmascara despiadadamente nuestras tentaciones idolatritas,
que hace añicos continuamente nuestras clasificaciones y componendas, que jamás
estará de acuerdo con rostros, tendremos la posibilidad de hablar con Dios un
lenguaje, siempre inadecuado, de acuerdo, pero que respeta al menos el
misterio, deja adivinar sus profundidades e invita a la exploración…

Alejandro Pronzato
“Tercer domingo de adviento”